26.3.18

¿Qué vamos a hacer con ellos?

El procés está resultando tan largo (¡tan agotadoramente largo!) que da tiempo para pensar en todo. Y para sentirlo todo, casi de todas las maneras. Mi ánimo es hoy menos pugnaz que melancólico. Una melancolía no exenta de ternura. Ahora veo a los independentistas como unos inútiles entrañables. El último ha sido el primero, Carles Puigdemont, al que han detenido en Alemania. En una gasolinera: nivel Vaquilla.

Han querido empezar la casa por el tejado: pretendían independizarse de España cuando su chapucismo español les incapacitaba para ello. Todo estaba atado y bien atado en estos tipos: por ser españoles (por ser, de hecho, los últimos españoles de los que pueblan la Historia de España) no podían culminar con éxito su empresa. En ningún momento han parecido revolucionarios franceses, sino personajes de Las autonosuyas de Vizcaíno Casas o, mejor, del dibujante Ibáñez: Pep Gotera y Otili (chapuzas a domicili).

Reírse de ellos es ya como reírse del tonto del pueblo. Acabo de hacerlo y me siento fatal (un poco). Las risas se me quitaron con el tuit de aquella madre independentista en la última cacerolada al Rey. El tuit, que fue en catalán –quizá el más escalofriante de todo el procés–, lo doy en la traducción de Cristian Campos: “Mi hijo se ha puesto a llorar durante la cacerolada porque se pensaba que nos podrían meter en la prisión por hacerla. Qué mierda de país nos está quedando cuando un niño de siete años tiene miedo de que encierren a sus padres por aporrear una cacerola”.

Es deprimente. Por lo que tiene de sintomático acerca de lo que se cuece en esas cabecitas... Están destruyendo a sus hijos y no lo saben. Insisto (esto es lo sustancial): no lo saben. ¡En qué situación tan embarazosa se han metido y nos han metido! ¡Y de un modo tan absolutamente innecesario! ¡Qué desolador cuando tantos se van por el desagüe así! ¿Qué vamos a hacer con ellos?

Lo peor es el insulto que se deduce del comportamiento de los independentistas en estos meses; el insulto hacia nosotros, el resto de los españoles (incluidos los catalanes no independentistas). El desprecio con el que han tratado al Estado español y la impunidad con la que se creían estar actuando son el reflejo de lo muy superiores que se sentían; es decir, de lo muy inferiores que nos veían. No nos tenían ningún respeto. A algunos nos ha costado creerlo, pero lo de la xenofobia y el supremacismo era verdad. Lo repugnante de sus lágrimas es que son sinceras.

* * *
En El Español.

22.3.18

La Revolución en directo

Con la Revolución rusa me pasó lo que con la Revolución francesa. Comparecieron ambas por primera vez en las clases del instituto. Quiero decir al completo, en toda su secuencia: antes –en el colegio, en el picoteo de las enciclopedias, en la tele– solo tuve estampas aisladas. Mi profesora de Historia era buena, minuciosa, y yo creo que marxista; al menos prestaba atención a las “condiciones materiales”. Pero ante todo era rigurosa: no nos escamoteaba los hechos. Y con las dos revoluciones me pasó lo mismo, conforme las íbamos estudiando. Primero indignación ante las injusticias sufridas por el pueblo francés o ruso, segundo exaltación con el estallido liberador, tercero horror ante los crímenes y la dictadura en que concluía el estallido. Que las dos revoluciones desembocasen en lo mismo insinuaba una ley; ley que se cumplía en todos los demás ejemplos históricos. No tardé en llegar a la conclusión de que las formalidades eran imprescindibles, y que el fin no justificaba los medios. Quizá había que emplear la fuerza en una situación cerrada, en condiciones de opresión sin salida; pero no había un bien posterior al Estado de derecho, ni mejor que el Estado de derecho. No había justicia posible que rebasara el pluralismo. Entre los márgenes de la “democracia formal” tendríamos que vivir: como bien en sí mismo para los que no teníamos depositada excesiva fe en la política; como mal menor para aquellos cuyo anhelo fuera, imperiosamente, la justicia universal. Lo he tenido tan claro desde los diecisiete años que nunca ha dejado de sorprenderme el afán por “intentarlo de nuevo” pese a las lecciones de la historia, ya inapelables. Se podría ir mejorando, en dirección a la justicia, pero a partir de una conciencia estricta de qué es lo que no puede violarse. Mi consternación la produce el comprobar una y otra vez que muchos –los que “vuelven a las andadas”– carecen de esa conciencia.

En este 2017 en que se cumplen cien años de la Revolución rusa he leído un libro que me ha hecho revivir el proceso: las Cartas desde la revolución bolchevique de Jacques Sadoul (ed. Turner). No es un libro de historia, sino un libro escrito desde la historia. Las cartas están fechadas en Rusia (en Petrogrado –San Petersburgo– o Moscú) entre octubre de 1917 y enero de 1919, conforme se desarrollan los acontecimientos. Esto hace que tengan espontáneamente la perspectiva que Johan Huizinga exigía a todo historiador: “Debe situarse constantemente en un punto del pasado en el que los factores aún parezcan permitir desarrollos diferentes. Si se ocupa de la batalla de Salamina, debe hacerlo como si los persas pudieran ganarla aún”. Aunque Sadoul en el fondo es un determinista, que cree (o va creyendo) en el advenimiento final del comunismo, se encuentra metido en los hechos y es testigo de su multiplicidad, de su aleatoriedad, de sus posibilidades distintas de concreción. Sus cartas producen en el lector, pues, la experiencia de asistir a un proceso abierto. Como escribe en una de ellas: “Había pensado que en un periodo de agitación revolucionaria, por una parte, el riesgo de un posible accidente en los círculos que frecuento hacía preferible el informe cotidiano y que, por otra parte, la impresión fijada día a día ofrecía la ventaja de presentar al lector una sensación más verdadera del carácter necesariamente caótico de los acontecimientos que un informe escrito en frío, cuando una perspectiva de algunos días o algunas semanas permite estimar con más facilidad el valor relativo de los hechos y evitar los juicios apasionados, más tendenciosos pero más vivos”.

Jacques Sadoul (1881-1956) era un abogado y político francés socialista (más tarde, uno de los fundadores del Partido Comunista Francés) que fue enviado a Rusia por el exministro de Armamento y diputado Albert Thomas, también socialista, para que le enviase cartas sobre la situación en aquel país. El interés del gobierno de Francia era que Rusia permaneciera en combate en la Primera Guerra Mundial, para debilitar a Alemania en su lucha en dos frentes, el oriental y el occidental; por más que las condiciones del ejército ruso fueran desastrosas. El anhelo de salir de la guerra fue una de las razones –junto con la miseria, la explotación, la autocracia zarista, el hambre– que desencadenaron la revolución de febrero de 1917, que derrocó al zar e instauró un gobierno provisional, que se mantendría en el poder hasta que se celebrase una asamblea constituyente. Pero habían pasado ocho meses y Rusia seguía en la guerra, para desesperanza de la población y del mismo ejército, cuyos soldados desertaban por centenares de miles; en muchas ocasiones, con el asesinato de los oficiales. Sadoul llegó a Petrogrado unas semanas antes de que se produjese la revolución de octubre, que tendría lugar el 25 de octubre (según el calendario juliano, que regía en Rusia) o el 7 de noviembre (según nuestro calendario, el gregoriano, que se implantaría también en Rusia en 1918). Y lo primero que constata es: “El deseo de una paz inmediata, a cualquier precio, es general”. Un deseo asociado a la revolución: “Que el pueblo ruso sienta en conjunto aversión y odio por la guerra, que aspire ardientemente a la paz, sea cual sea, que haya podido percibir en la revolución un medio más seguro para alcanzar esa paz, todo esto me parece hoy claro y evidente”.

Un aspecto fundamental del libro es todo el proceso diplomático por el que Sadoul intentará que las potencias aliadas reconozcan a los bolcheviques y les apoyen, para que estos puedan permanecer en la guerra, con un ejército renovado. Pero tales potencias, empezando por la Francia de Sadoul, no solo no los reconocerán, sino que alentarán –abierta o solapadamente– la contrarrevolución. Por su parte, la Rusia bolchevique firmará forzadamente con Alemania, tras una negociación tortuosa, la paz de Brest-Litovsk, al tiempo que se ve envuelta en su propia guerra civil. Sadoul, que en un principio se define como “no bolchevique”, terminará convertido en un bolchevique ferviente. Su doble lealtad, la patriótica y la revolucionaria, terminará venciéndose del lado de la segunda. De hecho, fue condenado a muerte en Francia por un tribunal militar; aunque no se ejecutó la sentencia.

El 25 de octubre de 1917, Sadoul escribe:
El movimiento bolchevique ha estallado esta noche. Desde mi habitación oí el lejano ruido de algunos tiroteos. Esta mañana, las calles están tranquilas. [...] Hora tras hora, nos vamos enterando de que las estaciones, el banco de estado, el telégrafo, el teléfono, la mayoría de los ministerios han caído sucesivamente bajo el control de los insurrectos. [...] El palacio de invierno está rodeado por los bolcheviques. [...] Todas las intersecciones están vigiladas por guardias rojos. Circulan patrullas por todos lados, algunos coches blindados pasan rápidamente. Algunos disparos por aquí y por allá. La numerosa multitud de curiosos huye, se tumba, se aparta bajo las paredes, se amontona bajo las puertas, pero la curiosidad es más fuerte y pronto se acercan a mirar entre risas. Ante el [instituto] Smolny, numerosos destacamentos, de la guardia roja y del ejército regular, protegen el comité revolucionario. [...] Los bolcheviques son cada vez más entusiastas. Los mencheviques, por lo menos algunos, bajan la cabeza. Han perdido la confianza. No saben qué decisiones tomar. Realmente, entre todo este personal revolucionario, únicamente los bolcheviques parecen ser hombres de acción, llenos de iniciativa y audacia.
De ese primer día, hay una indicación significativa: “El gobierno provisional está asediado en el palacio de invierno. Ya lo hubieran hecho prisionero si el comité revolucionario hubiera querido usar la violencia, pero la segunda revolución no debe derramar una sola gota de sangre”. Y solo tres días después, tras la resistencia de Kérenski, primer ministro del gobierno provisional: “Lo que [a Trotski] le preocupa, por encima de todo, es la situación política. Los mencheviques están meditando una mala pasada. Pero, para evitar nuevas tentativas antibolcheviques, habrá que ejercer una represión implacable y el abismo entre las fuerzas revolucionarias se ahondará todavía más”. El 31 de octubre: “La calle está totalmente tranquila. Hecho increíble, durante la semana sangrienta, gracias al puño de hierro y a la poderosa organización de los bolcheviques, los servicios públicos (tranvías, teléfono, telégrafo, correos, transportes, etcétera) no han dejado de funcionar normalmente. Nunca el orden ha estado mejor asegurado”.

Con esta inmediatez van apareciendo los acontecimientos en las cartas. Sadoul logra tener acceso a Lenin y a Trotski, sobre todo a Trotski, y va dando cuenta de sus conversaciones cotidianas con los “dictadores del proletariado” (esta expresión usa). Asistimos a las dificultades de la revolución, sus contratiempos, sus éxitos, las estrategias cambiantes, la presión acuciante de las circunstancias, las dificultades económicas, la violencia... En enero de 1918 narra la disolución de la asamblea constituyente por parte de los bolcheviques, tras su fracaso en ella. Las tensiones van desembocando paulatinamente en el sistema de partido único, con la represión y supresión de sus enemigos.

Durante mi lectura estuve esperando el momento en que los bolcheviques matan al zar y su familia. Pero estos crímenes son escamoteados. Tuvieron lugar el 17 de julio de 1918. Hay una carta de Sadoul del 12 de julio, y la siguiente es ya del 25. No sé si tiene algo que ver, pero a partir de esta carta el tono es más abstracto, más doctrinario. Casi propagandístico. O quizá se deba a que son ya las últimas cartas y se impone el afán de recopilación. En cualquier caso, es un afán guiado por la perspectiva bolchevique. Sadoul se ha convertido en militante. Escribe: “El poder revolucionario de los sóviets dura desde noviembre, y nunca ha sido tan robusto. Sin embargo, a la lucha por su vida, ha añadido la inmensa tarea de destruir el viejo mundo político, internacional, económico y social, y luego crear el estado comunista”. Hace suyo el lema “todo el poder a los sóviets”, porque significa “todo el poder directamente entregado a los obreros y los campesinos”, algo que “sintetiza el esfuerzo político de la revolución de noviembre”. A los que criticaron la disolución de la asamblea constituyente los llama, en lenguaje de partido, “pseudo-revolucionarios –juguetes conscientes o inconscientes de la burguesía– echados por el pueblo ruso”. Y desacredita la democracia parlamentaria, en favor de los sóviets:
Los bolcheviques no han querido imponerle a Rusia una constituyente, miserable copia de nuestros viejos parlamentos burgueses, auténticos soberanos colectivos, absolutos e incontrolables, dirigidos por un puñado de hombres demasiado a menudo vendidos a la gran industria o a la alta banca, cuya clamorosa insuficiencia ha arrojado hacia el antiparlamentarismo anárquico a tantas democracias occidentales. Nuestros parlamentos no son, nos lo figurábamos antes de la guerra, hoy estamos seguros, más que una caricatura de representación popular. Los sóviets, por el contrario, son instituciones propias de los obreros y los campesinos, exclusivamente constituidas por trabajadores enemigos del régimen capitalista, decididos no a colaborar con este régimen, sino a combatirlo y a abatirlo.
Más adelante: “Los rusos han comprendido muy rápido la superioridad de las asambleas soviéticas legislativas, ejecutivas y trabajadoras respecto a los cuerpos parlamentarios, respecto a nuestras chácharas de antiguo modelo. [...] Sobre el libre juego de las instituciones soviéticas, el poder real está abajo. Surge de las capas profundas del pueblo”. Y defiende abiertamente la dictadura:
En efecto, únicamente la forma flexible de los sóviets ha permitido realizar y hacer que se acepte una dictadura, es decir un gobierno de hierro, implacable, aterrador, pero absolutamente inevitable en una crisis revolucionaria tan aguda. / La dictadura de los sóviets es, claro está, la dictadura en beneficio de los trabajadores. Solo otorga el derecho de ciudadanía a los individuos creadores de valores sociales, a aquellos que ofrecen a la colectividad más de lo que reciben de ella. La fuerza de imposición de los dictadores es pues utilizada por el pueblo laborioso contra las clases parásitas anteriormente dirigentes que intentan sin descanso recuperar sus privilegios con el sabotaje, la violencia o la traición.
La dimensión religiosa apenas se disimula: Sadoul habla de “la santa causa del proletariado universal”, de la “fe extraordinaria, bajo la dirección de Lenin, inteligencia admirablemente viva, equilibrada, lúcida, voluntad soberana, mano de hierro”, de que por lograr mantenerse en el poder frente a tantas adversidades “los soviéticos han realizado un milagro”, y de que “los campesinos y los obreros de Rusia penan y sufren por sus hermanos, por poner fin en el mundo a la explotación del hombre por el hombre”. Hay una confianza mesiánica, providencial sobre lo que está ocurriendo “en este vasto laboratorio del socialismo que es Rusia”. Las penalidades están justificadas:
Ciertamente, no todo va a mejor en el mejor de los mundos. Exigirá todavía meses, y sin duda, años de experiencia, de tanteos y de ajustes. Evidentemente no podrá realizarse de manera completa hasta que el proletariado de uno o dos grandes países europeos, entendiendo por fin las lecciones de esta revolución, acuda a unir sus esfuerzos con los del proletariado ruso. Por otra parte, como dice Lenin, cuando muere la vieja sociedad no se puede clavar el cadáver en el féretro y meterlo en la tumba. Este cadáver se descompone a nuestro alrededor. Se pudre, nos infecta a nosotros mismos. Estamos obligados a luchar por la creación y el desarrollo de brotes de la nueva sociedad en una atmósfera viciada por los miasmas de la burguesía en putrefacción. No puede ser de otra manera. Cualquier sociedad deberá pasar del régimen capitalista al régimen socialista dentro de un estado capitalista en descomposición y mediante incesantes combates contra la infección.
Y termina diciendo (así concluye la última carta): “He procurado hablarle solo de la situación en Rusia. Aquí prácticamente no sabemos nada de la situación en Francia. Espero sin embargo que la revolución inevitable y necesaria esté en marcha”.

Para terminar, quisiera referirme al prólogo de Constantino Bértolo (que es el traductor de la obra, junto con Inés Bértolo). Hace una excelente presentación de Jacques Sadoul y sus cartas, que sitúa en su contexto literario e histórico. Las tensiones, e incluso contradicciones, de Sadoul tienen que ver con la situación en que se encontró la izquierda europea ante la Gran Guerra, desgarrada entre sus ideales de clase, internacionalistas, y las lealtades nacionales. Bértolo resalta cómo estas Cartas desde la revolución bolchevique nos muestran algo poco común: una “intimidad política”. Su visión de este libro, naturalmente, no es simplista, atiende a su complejidad; pero propone algo que a mí no tiene más remedio que rechinarme. Como apunté al principio, mi lectura ha vuelto a constatar el desastre que fue en último término la revolución. Pero Bértolo se resiste a esta lectura. Él sigue confiando en la “emancipación que, en el relato dominante de hoy, se entiende, desea o pretende como agotada u obsoleta”, y apela a los “distintos y nuevos espacios que se reclaman, con no mucho entusiasmo en verdad, como herederos morales de aquel relato”, desde los que “se busca hoy la construcción de un nuevo imaginario revolucionario”. Lo bueno de las cartas de Sadoul es que, por su carácter de documento histórico, admiten las dos lecturas.

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Publicado en el trimestal Jot Down nº 21, especial URSS.

18.3.18

Jot Down 22

Está ya a la venta el trimestral nº 22 de Jot Down, especial Bibliofilia. La revista se puede comprar en librerías o por la web de Jot Down. Yo colaboro con "Inspiración para leer", donde hablo de mi relación (¡apasionada pero conflictiva!) con la lectura y hago una confesión que sorprenderá a mis lectores; no es la que aparece en esta foto de avance:

12.3.18

Insoportable

Estaba documentándome para escribir sobre otra cosa cuando ha llegado la noticia de la muerte del niño Gabriel Cruz. Y ahora, ¿de qué otra cosa escribir?

He estado rehuyendo la noticia durante todos estos días. No soy periodista, solo un lector de periódicos que escribe en periódicos, por eso no tenía la obligación de informarme sobre este asunto dolorosísimo. Y he estado escapando de él como un cobarde.

Un escape imposible, porque la foto de ese niño alegre aparecía a cada paso: en la tele, en los periódicos, en las redes sociales. Ha venido punteando estas jornadas como la boca del horror: su cara feliz como un boquete que trastornaba. Todo lo que hemos estado haciendo durante estos doce días tenía esa réplica, esa refutación. El sumidero de la realidad, lo que le hubiese podido ocurrir a ese niño. ¿Cómo hemos podido seguir haciendo vida normal?

Los últimos días han sido los de los pescaditos. Los había pedido la madre, pero ese empeño voluntarista, fruto de la impotencia, del forzarse a tener esperanza, tan hermoso, tan delicado, me resultaba desolador. Me azotaba la idea de que el destino del niño ya estaba sentenciado. De que todos esos pescaditos, o pescaítos, o pececitos eran su cortejo en las aguas de la muerte. Sin embargo, la propia cara del niño no hacía más que recordar la vida. La colisión era insoportable.

Y el no saber provocaba dos efectos contrapuestos: los pensamientos más espantosos y a la vez la no oclusión del todo del destino previsible, porque sabemos que la realidad tiene mil caminos y siempre puede sorprendernos con algo parecido al milagro.

Pero ahora sabemos. Ha aparecido el cadáver del niño y parece confirmarse que ha sido un crimen. Ignoro aún los detalles, aunque ahora tampoco me importan: todo lo abarca la muerte exenta. Esa cara ya sin correspondencia en la vida, como una nave en órbita, perdida para siempre. Una estrella o un sol, ¿de qué otro modo llamarla? Causando un dolor, una pena, que en estos momentos es también insoportable.

Cuenta Montaigne en uno de sus ensayos que un pintor antiguo debía representar el dolor de quienes asistían al sacrificio de Ifigenia, según el grado en que esa muerte afectaba a cada uno. “Al llegar al padre de la doncella, agotadas las últimas fuerzas de su arte, lo pintó con el rostro cubierto, como si ningún gesto pudiese representar tal grado de sufrimiento”. Este artículo termina así, sin saber qué más decir, sin saber cómo terminar.

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En El Español.

7.3.18

Un libro para bernhardianos

Acaba de salir un libro notable, ideal para bernhardianos: Thomas Bernhard, Viena y yo, de Antonio Ríos Rojas (ed. Nausicaä). Vale también para quienes se quieran introducir en Bernhard, de un modo entre teórico y práctico. Es un libro insólito, muy personal, surgido de una convicción genuina y algo desmesurada, como la que suelen tener los personajes de Bernhard. De hecho, el narrador es como un personaje de Bernhard pero con algo que se sale de ahí, original de su autor. El efecto es ciertamente subyugante.

Thomas Bernhard, Viena y yo mezcla lo autobiográfico y narrativo con lo ensayístico y filosófico, en buena prosa siempre. La autobiografía lleva mucho de exageración bernhardiana, con una cierta distancia que le permite al autor sus desvíos de la realidad. El autor, en verdad, se presenta como el receptor del manuscrito de un amigo que se ha instalado en Viena. El libro lo constituye propiamente este manuscrito. Aunque en el epílogo el autor visita a su amigo, e incluso aparece fotografiado junto a la tumba de Thomas Bernhard: la última de las muchas fotos (casi todas de Bernhard) que contiene la obra. Como dando a entender que el amigo es él, pero bernhardianizado.

El narrador deja su Ceuta natal y se instala en Viena, por dos razones: el estudio del alemán y el amor a la música. Viena es la otra gran protagonista, junto con Bernhard y el yo narrativo, como recoge el título con precisión. Pero hay una razón más, que el narrador formula de un modo que insinúa su personalidad: “Había un tercer motivo añadido que me impulsaba a vivir en Viena, y era el deseo de entrar en una vida completamente nueva desde la que darme a mí mismo la oportunidad de lograr algo de sociabilidad y apertura a mi carácter, aspectos en los que había fracasado de continuo”.

Naturalmente, vuelve a fracasar. Y aquí es donde el recurso a Bernhard queda justificado. Escribe el narrador en la presentación: “Eso [‘no estás solo’] ha venido a decirme Thomas Bernhard en todos estos años en Viena. Sus libros habrán de ser para ciertos extranjeros e incluso para ciertos vieneses condenados a vivir entre sus vecinos, singularísimos libros de autoayuda. Es más, yo diría que para estas personas son los únicos libros de autoayuda”. Concluye el párrafo con una estupenda tiradita bernhardiana: “Afirmando que la obra de Bernhard ayuda a vivir en Viena, declaro ya abiertamente que concibo la vida como supervivencia, y niego por ello el fin de la literatura de autoayuda, pues pretendidamente ésta ayuda a vivir y no a sobrevivir. Pero no existe el vivir, sino sólo el sobrevivir, y por ello quiero contar cómo he sobrevivido –vivido– en Viena con la ayuda de Thomas Bernhard”.

Poco después dice algo igualmente definitorio de las páginas que seguirán: “Este libro no sólo toma partido en favor de Thomas Bernhard, sino también en su contra, y es que resulta insoportable que alguien tenga la fuerza de llegar a ser un guía permanente de supervivencia. Y Bernhard, por más que él mismo lo niegue, ha querido poseer al lector –en este caso a mí– con una fuerza diabólica, penetrando en el lector como un cuchillo en mantequilla. Me revuelvo no pocas veces contra las insistencias de mi maestro, pues yo mismo quiero ser independiente, quiero vivir sin él, y a veces intento que se retire de mí, que no me asfixie y que me deje ser yo mismo. Pero siempre me respondo que es imposible ser uno mismo, no existe ningún ser humano que sea sí mismo”.

En esta tensión probernhardiana y antibernhardiana (en un momento el narrador llama a Bernhard “canalla” al leer sus chanzas contra Mahler, para afirmar más adelante: “Es Bernhard y no Mahler quien me libera de mi miedo a la muerte”) se desarrolla Thomas Bernhard, Viena y yo, con fotos y citas de Bernhard, comentarios sobre Bernhard, historias sobre Viena y los vieneses, anécdotas y reflexiones autobiográficas, pensamientos sobre la existencia, filosofía de la música y hasta un capítulo memorable en torno al idioma alemán.

Ahora que ya no hay más libros de Bernhard, los bernhardianos podemos leer este libro probernhardiano y antibernhardiano, que le hubiese encantado a Bernhard.

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En The Objective.